Gone
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me voy a surtir este fin
- Ya me mareé - dijo mi pareja de baile
- Yo también - contesté- voy a tomar agua
Nos encaminamos al garrafón.
-Oye- le dije- ¿por qué no bailas con ella? Está sola y este wey -el maestro-está afuera.
Bailaron unos momentos. Yo me senté en la misma banquita a verlos y a los pocos segundos me pidieron que le explicara a los pasos de la mujer. Lo hice. El maestro entró. Mike volvió conmigo y nos fuimos a nuestro lugar.
- Ahora van a agregar este movimiento...- y el profesor tomó a su ayudante, una chava voluptuosa que siempre está con él. Todos miramos.
Vueltas de nuevo. 1,2,3,4... y la veo otra vez. Se dirige hacia el maestro, en la parte de atrás del salón. Le pide que baile con ella. Él la rechaza con alguna razón que no imagino, puesto que ella también pagó $1800 para tomar la clase. Él le dice que no y le da la espalda para seguir platicando con la voluptusa, que está sentada en una silla, junto al estéreo. Ella, mirando el piso con la boca siempre semiabierta, vuelve al centro de la pista e intenta copiar los paos de una pareja que gira y gira, pero es imposible. Mira confundida a su alrededor, abre un poco más los labios, mueve un poco los pies.
...5,6... odio al maestro por rechazarla...7,8,9... yo me habría salido del salón en ese instante ...10,11,12... siento compasión por ella...13,14,15... pero la admiro por seguir ahí.
Dijo Saramago que a cada instante alguien mata a la justicia, al otro lado del mundo o en nuestras narices.
(El semestre pasado, el folleto de talleres ponía "se recomienda pareja", no que era indispensable. Este semestre ni siquiera eso. Me pregunto si también habría rechazado a la francesa, a la canadiense o a cualquier otra del grupo)
Una vez usadas -fracturadas- las relaciones no pueden volver a su estado original y se transforman en malsanas.
Habíamos perdido nuestro recíproco encanto, pero ni él era impotente ni yo una frígida. Tuve seis amantes, el jefe incluído, y lo que más recuerdo de ese affaire es que en sus ojos sólo veía los de José cada vez que hacíamos el misionero sobre el sofá.
Veinte semanas pasaron ya, más o menos, y su estoica serenidad continúa estática, a excepción de dos o tres sonrisas que se le han escapado y una carcajada que se echó el otro día mientras hablaba por teléfono. Yo, como de costumbre, permanezco en el difuso escenario de la gente cotidiana, de esas caras que conoces tan sólo porque siempre están ahí. Y las cosas seguirán del mismo modo, excepto porque el lunes llegaré y desde mi papel de reparto en la obra de su vida pensaré: no necesitaste que te salvara, estás bien. Ojalá también pueda yo estar bien sin salvarme a mí misma. Nunca vi la cara de aquél que te hizo llorar, pero siempre hacen llorar. Y aunque el resultado es el mismo, es peor cuando sonríen.