septiembre 03, 2006

José y yo dejamos de ser amantes porque teníamos mucho tiempo libre. Era cuando apenas podíamos vernos que la pasión estaba en la cresta-de-la-cima-de-la-cúspide de la montaña; cuando la hora de la comida, de 2:00 a 3:00, era suficiente para compartir un par de orgasmos, risas, besos, arrumacos y una comida corrida de 30 pesos (y claro, miradas chacondas); como aquél día en que su jefe inmediato tuvo que salir por 15 minutos y el muy caliente de José, ni tardo ni perezoso, me llamó al cubículo para proponerme una cogidita exprés. Más tardé en bajarme la pantaleta que en sentirlo dentro.
Era ese ritmo tan apretado lo que nos mantenían vivos, deseosos, enamorados. Éramos nuestro recíproco misterio. No vernos, vernos, soñarnos, desearnos. Amarnos cuando los breaks lo permitían. Para la calma teníamos uno o dos domingo al mes, en los que veíamos alguna película de alquiler y como niños comíamos helado, el cuál después del film terminaba siempre embarrado en mis senos, nariz, en su ombligo, muslos, y muñecas.

La esencia de la felicidad eran las reducidas horas que pasábamos juntos a la semana. Y no necesitábamos más, era el balance perfecto.

Pero pasó que llegó el verano con su ineludible asueto, y como éramos unos trabajólicos inccoregibles que no habían tenido vacaciones en mucho tiempo más que en los días feriados -en los cuales no nos veíamos porque él se iba a su pueblo a ver a sus sobrinos y yo aprovechaba para irme de shopping-, la empresa nos otorgó un merecido mes de descanso.

- Disfrútenlo, enamorados, se lo merecen- dijo el supervisor con una sonrisita cómplice. Yo me pregunté si sospecharía que habíamos practicado una amplia gama de posiciones sobre el sofá de su oficina en sus horas de descanso.

Nos fuimos a casa y al atravesar el umbral de la puerta principal un antes y un después se tatuó en nuestra vida.
José entró antes que yo. Nada más ver cómo unos cuantos vellitos se escapaban del cuello de su camisa a rayas blancas y azules y me abalancé sobre su espalda, clavando vampíricamente los dientes en ese cuello que tanto quería mientras con una de mis manos le acariciaba el abdomen en dirección descendente.

Rió cariñosamente.

- Cielo, tenemos todo un mes para nosotros solos, mejor cenemos algo. Mañana comienza un viaje por los senderos de la calma y el placer del que nuuuunca -alargó la deliciosamente la u- querremos regresar- me guiñó el ojo.

Me quedé con las ganas pero estuve de acuerdo. Pensé en lo maraviloso que sería pasar todo el verano con él, sin otra preocupación que su piel ni otra responsabilidad que su deleite.

Pero lo que sucedió fue que nos volvimos reales. Al principio seguimos amándonos, pero dejamos de tener esa urgencia por hacerlo. Cualquiera de las veinticuatro horas del día estaría disponible cuando la requiriésemos. No había prisa. Ahorita no, al rato, tenemos tiempo, treinta días, veintinueve todavía, te voy a hacer el amor durante los veintiocho días que nos quedan, mejor mañana que estoy cansado, ¿sabes qué? me duele la cabeza, José, ¿me besas la espalda?, mua mua, ¿satisfecha?

Cuando llegó el momento de volver a la oficina, ya nada era igual. La hora de la comida se volvió la hora de ir con los muchachos, de ir con las muchachas y la ausencia del jefe, el momento ideal para ir por un café pues ya no aguanto el sueño. Las palabras cielo y mi amor se volvieron más espaciadas y el vacío fue ocupado por adjetivos tales como hijo(a) de la chingada, maricón, pendeja, pinche impotente, frígida.


Una vez usadas -fracturadas- las relaciones no pueden volver a su estado original y se transforman en malsanas.

Habíamos perdido nuestro recíproco encanto, pero ni él era impotente ni yo una frígida. Tuve seis amantes, el jefe incluído, y lo que más recuerdo de ese affaire es que en sus ojos sólo veía los de José cada vez que hacíamos el misionero sobre el sofá.


Creo que José tuvo que ver con tres o cuatro de la oficina más una bailarina de cabaret y una empleada del banco al que iba a depositar los cheques del jefe, quien lo mandaba expresamente para quedarse solo conmigo.

Una vez regresó temblando y con los ojos bañados en lágrimas después de estar con alguna de ellas-la bailarina exótica, me parece-.
Te quiero tanto-me abrazó- tanto, tanto, tanto.
Nunca nos dejamos, pero éramos como muebles; muebles que se hacían silenciosa compañía y sobre los que ya no había ningún niño que tirase helado de chocolate para después lamerlo con avidez.

Hace unas horas -a hijos, problema hipotecario, crisis de los cuarenta, promociones laborales, subida de peso, salida de las canas y primeras arrugas de distancia- me preparaba para ir a cenar con un hombre fornido el cuál espero se transforme en mi séptimo amante. A José no lo importa mucho lo que estoy haciendo. Está arriba, encerrado en su cuarto, hablando por teléfono en voz baja. Aún se cuida de que yo no escuche-sonrío con dulce amargura.

Encontré una foto el otro día, mientras hacía limpieza. Está un poco arrugada, seguramente como consecuencia de algún momento de frustración de los que ya no padezco.
Es una de esas instantáneas de maquinita que tienen cuatro cuadros. En ellos aparecen un chico y una chica de veintipico. En el primero tienen cara de enojados, en el segundo sacan la lengua, en el tercero se están besando -es la barbilla de él la que sobresale- y en el cuarto, ella tiene una amplia sonrisa de oreja a oreja y él parece estar susurrándole un secreto al oído mientras mira el lente con ojos misteriosos.

Después de observala con detenimiento la sostuve entre mis manos un instante. Y lloré.