mayo 09, 2008

Iba en cuarto de primaria, lo recuerdo bien. Lo que no recuerdo es qué hacía exactamente... pero no importa. Diré -porque no tiene la más mínima importancia- que me encontraba resolviendo un problema de matemáticas. No, mejor redactaba una composición para la clase de español... no importa. Ahí estaba yo, imagínenme los que me conocen: pequeña, flaquita, con el cabello negro recogido en una enorme cola de caballo, muy concentrada en mi deber, seguramente tratando de hacer una letra o un número del tamaño exacto de los cuadros de la hoja. Entonces lo sentí, y sobre esto no tengo ninguna duda: era el dolor. Provenía de uno de mis pezones. Escribiendo en el cuaderno, me había inclinado demasiado y, por descuido, presioné esa parte de mi cuerpo contra el filo del mesabanco. Inmediatamente, como la niña sensata que a veces era, pedí permiso para ir al baño y averiguar por qué una parte de mí, hasta entonces ignorada y dormida, dolía.

Al asomarme por la camiseta blanca del uniforme, comprendí la razón: con 11 años,
las hormonas propias de esos menesteres se habían despertado y comenzaban a esparcir sus efectos visiblemente.

Y fue allí cuando supe La gran verdad, una verdad que todos los que tenemos cierta edad sabemos, y que nos acompañará por el resto de nuestras vidas (algunas veces como consuelo, otras más como un simple hecho): crecer duele.
No me dejarán mentir, si recuerdan los dolores en las piernas en esas edades. 'Te están creciendo los huesos', te dicen. Y lo sabes, tan bien como sabes que una aspirina sólo te aliviará momentáneamente, y que tu sufrimiento no menguará hasta que el proceso se haya completado.
Y sí, crecer duele.
Me está doliendo ahora. Aunque debo decir (no sin alegría, por cierto) que no me duelen más los huesos ni los senos. Después de haber sufrido tanto para alcanzar mis 1.60 y tantos, merecía no padecer más achaques adolescentes. Pero no puedo evitar compararlo: el día de ayer crecí, di el estirón. Tampoco puedo evitar volver a ese recuerdo infantil de cuarto de primaria: te levantas por la mañana, tienes una vida más o menos conocida, más o menos sabes lo que tienes, lo que no, lo que quieres, lo que no, lo que deberías, lo que no, lo que podrías, lo que tal vez no. Te levantas, te vistes, andas normal por el camino: cargando tus mismos gestos, tu mismo peso, tus errores conocidos. Y de pronto te encuentras con un pezoncito hinchado, con un dolor de piernas, con más vellos en las axilas, con grasa facial que antes no tenías... O te encuentras con que pierdes. Lo que sea que pierdas, pero se parece a ese dolor de huesos interminable. Y sabes que no puedes escapar.
Me duele. Y si aquí lo escribo, si aquí lo constato, lo afirmo, lo arrojo, lo arrugo y lo escurro, se debe sencillamente a que... no tengo aspirinas a la mano, ni placebos, ni a alguien que me diga [alegremente] que es pasajero. Sólo me tengo a mí, y la única forma de decírmelo es diciéndoselo a alguien más, pero todos están dormidos.

--------------------------------------------------------------------------
Cortázar alguna vez habló de gotas. De gotas que resbalan por ventanas. Yo, que de Cortázar sólo recuerdo una nacionalidad, a un cronopio y a una fama, hablaré de gotas que derraman vasos. Que temblorinas, frágiles y azules como las otras, ignoran el honor, la gloria y la desgracia que les aguarda el milagro físico, psicológico y cotidiano de la acumulación: son las gotas trágicas que desbordan promesas, arrojándolas al vacío. Encarnan el último segundo, la última risa, el último beso olvidado desencadenando la incertidumbre. Y en el eco de su caída, al tope de una eternidad incierta que retumba en mis oídos, sólo veo pincelazos borrosos de la última vez que me gritaste, y del último bacio que mi nariz le dio al lunar sobre tu pecho.

-----------------------------------------------
adiós, gota. adiós.


2 Comments:

Anonymous Anónimo said...

siempre hay alguien escuchando.

8:27 a.m.  
Anonymous Anónimo said...

Sí, siempre hay alguien escuchando. A las tres de la madrugada, en medio de sueños y risas oníricas (a veces sombras nada más, y una piel que se eriza).

Pasajero, ya habrá más gotas, caprichosas, escurridizas, las gotas de Cortázar eran suicidas, lo recuerdo. También jazz, lluvia, y un conejito blanco (pelusa en la garganta, cosquilleo).

Un abrazo para esos dolores que ya no son de huesos, espero que estés mejor.

Besos

:)

11:21 a.m.  

Publicar un comentario

<< Home