diciembre 15, 2006

Minificciones inconclusas II

Era como si las palabras revoloteasen por el cuarto y él las tomase al azar para, acto seguido, metérselas a la boca y escupirlas, regurgitándome frases incoherentes. Lo único congruo era el tono de voz haciendo juego con sus expresiones: gritaba, gritaba y abría la boca enormemente. Me acusaba. De pronto se dirigió a la ventana y la abrió de golpe, permitiendo que la luz de la mañana entrase a chorros y las palabras aladas escapasen de su cautiverio, como mariposas. Se quedó mudo. La luz del sol le cegaba tanto como a mí. Se mordió un labio y me pareció notar cómo levantaba la mano para atrapar a una palabra que, desorientada, revoloteaba cerca de su mejilla. La única que no había escapado. La tomó, estrujó y arrojó fuera. Fue entonces cuando dijo algo pleno de sentido, pero no pude escucharlo.
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Tras pensar meticulosamente en ello, mi amor, y repasar la idea una y otra vez desde aquella noche de lluvia en que nos refugiamos bajo un sauce, he llegado a la conlcusión de que no puedo ya dirigirme hacia otro lugar que no sea el registro civil, para casarme contigo.
Ante la inminente caducidad de mi pasaporte y sobre todo porque necesito la residencia para poder trabajar, con toda mi cordura te pido me desposes según lo estipula la ley de este país. Sobre ese detallido de que casi no nos conocemos, sabes tan bien como yo que no importa. Contra los valores tradicionales obtendremos un beneficio: yo me quedo y tú sigues guardando las apariencias.